quarta-feira, 31 de agosto de 2011

Ladrones del mundo, uníos



Slavoj Zizek
London Review of Books


La repetición, según Hegel, tiene un papel crucial en la Historia: cuando algo sucede sólo una vez, puede ser descartado como un accidente, algo que podría haberse evitado si la situación se hubiera manejado de manera diferente; pero cuando el mismo evento se repite, se trata de una señal de que un proceso histórico más profundo se está desarrollando. Cuando Napoleón fue derrotado en Leipzig en 1813, pareció una cuestión de mala suerte; pero cuando perdió de nuevo en Waterloo, estaba claro que su tiempo había pasado. Lo mismo vale para la persistente crisis financiera. En septiembre de 2008, algunos la presentaron como una anomalía que podría corregirse mediante una mejor reglamentación, etc., pero ahora que los signos de una crisis financiera se repiten está claro que se trata de un fenómeno estructural.

Se nos dice una y otra vez que estamos viviendo una crisis de la deuda, y que todos tenemos que compartir la carga y apretarnos el cinturón. Todos, es decir, excepto los (muy) ricos. La idea de gravarlos más es tabú: si lo hiciéramos, nos dicen, los ricos no tendrían ningún incentivo para invertir, se crearían menos puestos de trabajo y todos sufriríamos. La única manera de salvarnos en estos tiempos difíciles es empobrecer más a los pobres y enriquecer a los ricos. ¿Qué deberían hacer los pobres? ¿Qué pueden hacer?

A pesar de que los disturbios en el Reino Unido los desencadenó el sospechoso incidente del tiroteo a Mark Duggan, todos coinciden en que expresan una inquietud más profunda. Pero, ¿de qué tipo? Al igual que en la quema de automóviles en las banlieues de París en 2005, los amotinados del Reino Unido no tienen ningún mensaje que transmitir. (Un claro contraste con las manifestaciones masivas estudiantiles de noviembre de 2010, que también fueron violentas. Los estudiantes dejaron claro que rechazaban las reformas de la educación superior que se proponían). Por esta razón, es difícil concebir a los alborotadores del Reino Unido en términos marxistas, como ejemplo de la aparición de un sujeto revolucionario; encajan mucho mejor con el concepto hegeliano de «chusma», es decir, los que están fuera del espacio social organizado y que sólo pueden expresar su descontento por medio de arrebatos “irracionales” de violencia destructiva, lo que Hegel llamó “negatividad abstracta”.

Hay un viejo cuento sobre un trabajador sospechoso de robo: todas las noches, al salir de la fábrica, inspeccionaban cuidadosamente la carretilla que empujaba. Los guardias no encontraban nada, siempre estaba vacía. Por último, cayeron en la cuenta: lo que el trabajador estaba robando eran las propias carretillas. Los guardias obviaban la verdad evidente, del mismo modo que han hecho los comentaristas de los disturbios. Se nos ha dicho que la desintegración de los regímenes comunistas, en la década de 1990, marcó el fin de las ideologías: el tiempo de los grandes proyectos ideológicos que culminaron en catástrofes totalitarias había terminado, y habríamos entrado en una nueva era de políticas racionales y pragmáticas. Si el tópico de que vivimos en una era posideológica es cierto en algún sentido, ello es visible en este reciente brote de violencia. Ha sido una protesta de grado cero, una acción violenta sin ninguna exigencia. En su intento desesperado de encontrar significado en los disturbios, los sociólogos y editorialistas han ofuscado el enigma que presentan los disturbios.

Los manifestantes, aunque socialmente desfavorecidos y excluidos de facto, no vivían al borde de la inanición. Personas en mucha peor situación material, para no hablar de situaciones de opresión física e ideológica, han sido capaces de organizarse en fuerza política dotada de programas claros. El hecho de que los alborotadores no tengan programa es pues en sí mismo un dato que exige interpretación y que nos dice mucho acerca de nuestra situación política-ideológica y del tipo de sociedad en que vivimos, una sociedad que celebra la posibilidad de elección, pero cuya única alternativa posible al vigente consenso es un ciego acting out. La oposición al sistema ya no puede articularse en forma de una alternativa realista, o siquiera como un proyecto utópico, sino que sólo puede tomar la forma de un arrebato sin sentido. ¿Qué sentido tiene celebrar nuestra libertad de elección cuando la única opción está entre la aceptación de las reglas del juego y la violencia (auto)destructiva?

Alain Badiou sostiene que vivimos en un espacio social que se experimenta cada vez más como “sin mundo”: en este espacio, la única forma que puede tomar la protesta es la violencia sin sentido. Tal vez es éste uno de los principales peligros del capitalismo: aunque en virtud de su ser global abarca el mundo entero, sostiene una constelación ideológica “sin mundo” en la que se encuentran personas privadas de su modo de localizar significados. La lección fundamental de la globalización es que el capitalismo puede acomodarse a todas las civilizaciones, de la cristiana a la hindú o budista, del Este al Oeste: no hay una visión capitalista global, ni una civilización capitalista en sentido estricto. La dimensión global del capitalismo representa la verdad sin sentido.

La primera conclusión que puede extraerse de los disturbios, por lo tanto, es que tanto las reacciones conservadoras como las liberales ante el descontento no son suficientes. La reacción conservadora ha sido predecible: no hay justificación para este tipo de vandalismo, es preciso usar todos los medios necesarios para restaurar el orden, para evitar más explosiones de este tipo no hace falta más tolerancia y ayuda social sino disciplina, trabajo duro y sentido de la responsabilidad. Lo malo de este relato no es sólo que hace caso omiso de la desesperada situación social que empuja a los jóvenes a estallidos de violencia, sino, tal vez más importante, que no tiene en cuenta la forma en que estos arrebatos se hacen eco de las premisas ocultas de la misma ideología conservadora. Cuando en la década de 1990, los conservadores lanzaron su campaña de “vuelta a lo básico”, su complemento obsceno fue revelado por Norman Tebbitt: “El hombre no es sólo un ser social, sino también un animal territorial; debemos incluir en nuestros programas la satisfacción de estos instintos básicos tribalistas y territoriales.”

Esto es lo que la ideología de “vuelta a lo básico” fue, realmente: la liberación del bárbaro que acecha bajo nuestra sociedad aparentemente civilizada y burguesa, mediante la satisfacción de sus “instintos básicos”. En la década de 1960, Herbert Marcuse introdujo el concepto de “desublimación represiva” para explicar la llamada revolución sexual: era posible desublimar los impulsos, darles rienda suelta y mantenerlos sujetos al mecanismo capitalista de control, a saber, la industria del porno. En las calles británicas, durante los disturbios, lo que vimos no eran personas reducidas a bestias, sino la forma esquemática de la “bestia” producto de la ideología capitalista.

Mientras tanto, los progresistas de izquierda, igualmente predecibles, pegados a los mantras de los programas sociales, las iniciativas de integración, el abandono que ha privado a los inmigrantes de segunda y tercera generación de sus perspectivas económicas y sociales: los brotes de violencia son el único modo que tienen que articular su descontento. En lugar de caer nosotros mismos en fantasías de venganza, debemos hacer un esfuerzo para comprender las causas profundas de los estallidos. ¿Podemos siquiera imaginar lo que significa en un barrio pobre ser joven, mestizo, sospechoso por sistema para la policía y acosado ​​por ésta, no sólo desempleado sino también no empleable, sin esperanza de un futuro? La implicación es que las condiciones en que se encuentran estas personas hacen inevitable que salgan a la calle. El problema de este relato, sin embargo, es que sólo cuenta las condiciones objetivas de los disturbios. La revuelta consiste en hacer una declaración subjetiva, declarar de manera implícita cómo uno se relaciona con una sus propias condiciones objetivas.

Vivimos en una época cínica y es fácil imaginar a un manifestante que, atrapado saqueando y quemando una tienda, si se le presiona para que exponga sus razones, responda con el lenguaje utilizado por los trabajadores sociales y los sociólogos, citando cuestiones como escasa movilidad social, inseguridad creciente, desintegración de la autoridad paterna o falta de amor maternal en su más tierna infancia. Él sabe lo que está haciendo, pero no obstante lo hace.

No tiene sentido reflexionar sobre cuál de estas dos reacciones, la conservadora o la progresista, es la peor: como habría dicho Stalin, las dos son peores, y eso incluye la advertencia dada por las dos partes de que el peligro real de estas explosiones se encuentra en la reacción predeciblemente racista de la “mayoría silenciosa”. Una de las formas de esta reacción fue la actividad “tribal” de los vecinos locales (turco, caribeño, sikh) que rápidamente se organizaron en unidades de vigilancia para proteger su propiedad. ¿Son los comerciantes una pequeña burguesía dispuesta a defender su propiedad contra una protesta genuina, aunque violenta, contra el sistema, o son representantes de la clase obrera en lucha contra las fuerzas de desintegración social? Aquí también deberíamos rechazar la exigencia de tomar partido. La verdad es que el conflicto se dio entre dos polos de los más desfavorecidos: los que han conseguido funcionar en el marco del sistema en oposición a aquellos que están demasiado frustrados para seguir intentándolo. La violencia de los manifestantes estuvo dirigida casi exclusivamente contra su propio grupo. Los coches quemados y las tiendas saqueadas no lo fueron en los barrios ricos, sino en los propios barrios de los manifestantes. El conflicto no es entre diferentes segmentos de la sociedad; es, en su manifestación más radical, el conflicto entre una sociedad y otra, entre los que tienen todo y que no tienen nada que perder; entre los que no tienen ningún interés en su comunidad y aquéllos cuya apuesta es la más alta posible.

Zygmunt Bauman ha caracterizado los disturbios como acciones de “consumidores defectuosos y descalificados”: más que nada, una manifestación de un deseo consumista violentamente escenificado, incapaz de realizarse del modo adecuado: por la compra. Como tal, también contiene un momento de genuina protesta, en forma de una irónica respuesta a la ideología consumista: “¡Nos invitan a consumir, a la vez que nos privan de los medios para hacerlo adecuadamente; así que lo estamos haciendo de la única manera que podemos!" Los disturbios son una manifestación de la fuerza material de la ideología, lo que desdeciría la llamada “sociedad posideológica”. Desde un punto de vista revolucionario, el problema de los disturbios no es la violencia como tal, sino el hecho de que la violencia no sea realmente autoasertiva. Es rabia impotente y desesperación enmascaradas como exhibición de fuerza, es la envidia disfrazada de carnaval triunfante.

Los disturbios deberían enmarcarse en relación con otro tipo de violencia que la mayoría progresista actual percibe como una amenaza a nuestra forma de la vida: los ataques terroristas y los atentados suicidas. En ambos casos, violencia y contraviolencia se encuentran atrapadas en un círculo vicioso, cada una de ellas generando las fuerzas que trata de combatir. En ambos casos, estamos hablando de ciegos passages à l'acte, en los que la violencia es un reconocimiento implícito de impotencia. Lo distinto es que, a diferencia de los disturbios del Reino Unido o de París, los ataques terroristas se llevan a cabo al servicio del Significado Absoluto que proporciona la religión.

¿Pero no fueron los levantamientos árabes un acto colectivo de resistencia que evitó la falsa alternativa de violencia autodestructiva y fundamentalismo religioso? Lamentablemente, el verano egipcio de 2011 será recordado como el fin de la revolución, el momento en que su potencial emancipador fue sofocado. Sus sepultureros han sido el ejército y los islamistas.

Los contornos del pacto entre el ejército (que sigue siendo el ejército de Mubarak) y los islamistas (que fueron marginados en los primeros meses del levantamiento, pero que están ganando terreno) son cada vez más claros: los islamistas tolerarán los privilegios materiales del ejército y a cambio proporcionarán la hegemonía ideológica. Los perdedores serán los progresistas pro occidentales, demasiado débiles –a pesar de los fondos de la CIA que reciben– para “promover la democracia”, así como los verdaderos agentes de los acontecimientos de la primavera, la izquierda laica emergente que ha tratado incesantemente de crear una red de organizaciones de la sociedad civil, de los sindicatos a las feministas. Antes o después, la situación económica, que empeora rápidamente, sacará a los pobres, en gran parte ausentes de las protestas de la primavera, a las calles. Es probable que haya una nueva explosión, que plantee la difícil pregunta de quiénes son los sujetos políticos de Egipto capaces de canalizar la rabia de los pobres. ¿Quién va a traducirla a un programa político: la nueva izquierda laica o los islamistas?

La reacción predominante de la opinión pública occidental ante el pacto entre los islamistas y el ejército será sin duda una exhibición triunfal de sabiduría cínica: se nos dirá que, como quedó claro en el caso de Irán (país no árabe), los levantamientos populares en los países árabes siempre terminan en un islamismo militante. Y Mubarak aparecerá como si hubiera sido un mal muy menor: mejor seguir con el diablo conocido que enredar con la emancipación. Contra tal cinismo, uno debería permanecer incondicionalmente fiel a la esencia radical-emancipatoria del levantamiento egipcio.

Pero también es preciso evitar la tentación del narcisismo de la causa perdida: es muy fácil admirar la belleza sublime de los levantamientos condenados al fracaso. La izquierda de hoy se enfrenta al problema de la “negación determinada”: ¿qué nuevo orden deberá sustituir al antiguo después del levantamiento, cuando el sublime entusiasmo del primer momento se haya acabado?

En este contexto, el manifiesto de los indignados españoles, emitido después de las manifestaciones de mayo, es revelador. Lo primero que salta a la vista es el tono deliberadamente apolítico: “Algunos de nosotros nos consideramos progresistas, otros conservadores. Algunos de nosotros somos creyentes, otros no. Algunos de nosotros tenemos ideologías claramente definidas, los demás son apolíticos, pero todos estamos preocupados e indignados por las perspectivas políticas, económicas y sociales que vemos a nuestro alrededor: la corrupción de políticos, empresarios y banqueros, que nos deja indefensos, sin voz.”

Protestan en nombre de las verdades inalienables que deberían regir nuestra sociedad: “el derecho a la vivienda, el empleo, la cultura, la salud, la educación, la participación política, el desarrollo libre y personal y los derechos del consumidor, para una vida sana y feliz.” En su rechazo de la violencia, instan a una “evolución ética”. “En lugar de colocar el dinero por encima de los seres humanos, lo pondremos de nuevo a nuestro servicio. Somos personas, no productos. Yo no soy un producto de lo que compro, de por qué lo compro y a quién se lo compro.”

¿Quiénes serán los agentes de esta revolución? Los indignados descartan a toda la clase política, derecha e izquierda, como corrupta y poseída por el ansia de poder, sin embargo, el manifiesto consiste en una serie de demandas… ¿dirigidas a quién? No a la propia gente: los indignados (todavía) no afirman que nadie más lo hará en su lugar, que ellos mismos tienen que ser el cambio que quieren ver. Y ésta es la fatal debilidad de las recientes protestas: expresan una auténtica rabia incapaz de transformarse en un programa positivo de cambio sociopolítico. Expresan el espíritu de revuelta sin revolución.

La situación en Grecia parece más prometedora, probablemente debido a la tradición reciente de autoorganización progresista (que desapareció en España después de la caída del régimen de Franco). Pero también en Grecia el movimiento de protesta muestra los límites de la autoorganización: los manifestantes mantienen un espacio de libertad igualitaria, sin autoridad central que lo regule, un espacio público donde a todos se les asigna el mismo tiempo de intervención, y así sucesivamente. Cuando los manifestantes comenzaron a debatir qué hacer a continuación, cómo ir más allá de la mera protesta, el consenso de la mayoría fue que lo que se necesitaba no era un nuevo partido o un intento directo de tomar el poder estatal, sino un movimiento cuyo objetivo sea ejercer presión sobre los partidos políticos. Esto claramente no es suficiente para imponer una reorganización de la vida social. Para conseguirlo se necesita un organismo fuerte, capaz de tomar decisiones rápidas y ponerlas en práctica con todo el rigor necesario.

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