sexta-feira, 1 de junho de 2012

En Kabul, nadie escucha a los pobres

Kathy Kelly
War Is a Crime/Truth Out

Aquí en Kabul, el coordinador de Voices Buddy Bell y yo somos visitantes en el hogar de los Voluntarios Afganos por la Paz (APV), donde hemos llegado a conocer a cuatro niños que reciben clases de los Voluntarios por la tarde, después de “retirarse” de su antiguo trabajo como vendedores callejeros a cambio de una oportunidad de ingresar en una escuela pública. Cinco tardes a la semana, Murtaza, Rahim, Hamid y Sajad manejan sus anticuadas bicicletas hasta el “patio” de APV. Dan rápidamente la mano las personas presentes y luego se lavan los pies fuera de la puerta trasera antes de ubicarse en un aula para estudiar lengua, matemáticas y arte. Las materias las imparten otros Voluntarios. Llegan en bicicleta a través de un tráfico intenso, lo que preocupa a sus madres, pero las familias no se pueden permitir que los niños tomen un autobús público.

Hoy están presentes las madres para observar la clase, sorbiendo té en silencio mientras ven a los dos niños más jóvenes practicando la escritura del alfabeto dari (dari es una lengua oficial afgana), mientras los mayores, de 12 y 13 años, leen en dari, por turnos, un capítulo sobre el sistema respiratorio de un libro de ciencias de una escuela primaria. Los APV esperan ayudar a las madres a aprender corte y confección para que puedan convertirse en costureras en la comunidad y ganar un salario modesto.

Después los niños jugaron a voleibol, y cuando la pelota voló por sobre el muro, como lo hace frecuentemente, tres de ellos pasaron a hacer un juego improvisado de ping-pong utilizando sus sandalias de plástico como paletas, mientras Rahim subía a un árbol, caminaba confiadamente sobre el reborde del muro y luego saltaba unos 5 metros hasta el suelo para recuperar la pelota.

Las madres Fatima, Nuria y Nekbat, están sumamente alegres al ver que sus hijos reciben una educación, y sonreían mientras expresaban su agradecimiento por unas pocas horas de tranquilidad, en sus casas cada mañana, cuando los jóvenes y a veces traviesos muchachos están en la escuela. En Afganistán “las mujeres sufren una mala situación”, dijo Fatima. “Somos analfabetas y no podemos encontrar trabajo que nos ayude a cubrir los gastos”.

Pagan entre 1.000 y 2000 afganis al mes de alquiler. Sus casas son complejos en los que varias famílias comparten una cocina. Pan, patatas y té sin azúcar constituyen normalmente sus comidas diarias. Fatima recuerda que el invierno pasado fue particularmente duro. No pudieron comprar combustible y tuvieron que encontrar otras maneras de mantenerse calientes. Pero Nuria agrega que todas las estaciones presentan constantes problemas y que siempre subsisten a duras penas. Cuando se les preguntó si podían recordar un día libre de trabajo, las mujeres respondieron al unísono: “No”.

Cuando se les preguntó sobre la noción de que EE.UU. está protegiendo a las mujeres afganas, Nekbat dijo que no importa lo que digan los funcionarios, no son de ninguna ayuda. Estas mujeres no han visto ninguna mejora en Afganistán, y afirman que tampoco la ha visto alguien que conozcan. No se mueven en los círculos de los que se entrevistan y hablan con periodistas occidentales, y la pobreza y la incertidumbre de la guerra parecen dictar sus vidas con más seguridad que cualquier gobierno. Me dicen que el dinero extranjero se pierde por la corrupción, nadie en sus comunidades ve que llegue a la gente.

Aunque ningún funcionario del gobierno o periodista les pregunta por las condiciones que enfrentan, saben que Occidente es curioso; las madres tienen conocimiento de los drones (aviones sin piloto, algunos armados con misiles, y con cámaras que apuntan a sus vecindarios). Las cámaras de los drones omiten mucho. Nekbat agrega que incluso cuando la gente llega a presenciar de primera mano el sufrimiento de los afganos comunes y corrientes, está segura de que las noticias nunca llegan a oídos de Karzai y su gobierno. “No les importa”, dice. “Uno puede morir de hambre y no les importa. Nadie escucha a los pobres”.

Un hospital de Kabul, el Centro de Cirugía de Emergencia para Víctimas de la Guerra Civil, atiende gratuitamente a la gente. Emanuele Nannini, jefe de logística del hospital, nos recordó el día anterior que EE.UU. gasta un millón de dólares al año por cada soldado que envía a Afganistán. “Que dejen que seis de ellos vuelvan a su país”, dijo, “y con esos seis millones podríamos cubrir nuestro presupuesto anual de las 33 clínicas y hospitales que tenemos en Afganistán. Con 60 soldados menos, el dinero ahorrado podría financiar el funcionamiento de 330 clínicas”.

Justo antes de partir de Chicago, donde se reunía la cumbre de la OTAN, Amnistía Internacional anunció su intención de hacer campaña para que la OTAN proteja los derechos de las mujeres y los niños afganos. Amnistía Internacional debería hablar con los Voluntarios por la Paz Afganos y la red de hospitales de emergencia sobre la atención, práctica y sabia, a mujeres y niños en Afganistán.

Rodeadas de feroces señores de la guerra, arteros mercaderes de la guerra y ejércitos extranjeros con arsenales amenazadores y alocadas costumbres de consumo, a las madres que nos visitaron hoy les cuesta imaginar que la situación vaya a cambiar algún día. Y sin embargo, antes de irse, sonrieron ampliamente. “Para nosotros”, dijo Nuria, “la posibilidad de un futuro brillante ha pasado, pero por lo menos nuestros hijos tienen una posibilidad”.

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