quarta-feira, 30 de maio de 2012

Siria: Los treinta y dos niños de Hula

Jon Lee Anderson
The New Yorker

Más temprano o más tarde, todo conflicto armado cuya victoria depende del control sobre la población civil –a diferencia de, por ejemplo, el control sobre el territorio físico—tiene su My Lai, su Srebrenica, su Sabra y Shatila. Y la guerra civil de Siria (porque eso, a fin de cuentas, es lo que es) tiene ahora su baño de sangre distintivo –su momento de antes-y-después. El sábado (26 de mayo de 2012), en la pequeña ciudad de Hula,unos ciento ocho civiles, incluyendo al menos treinta y dos niños, murieron a manos, aparentemente, del ejército sirio y los shabiha (palabra árabe utilizada sobre todo en Siria. Siginifica “matones” y se refiere a un grupo parapolicial del régimen), que a menudo hacer su trabajo sucio.

No es que no haya habido atrocidades ya en este conflicto que lleva quince meses; ha habído montones, cada una con su cuota de sangre y agonía y venganza. El centenar de muertos de Hula puede ofrecer apenas un estremecimiento de horror a espectadores apabullados e insensibilizados, y estadísticamente bien puede representar sólo una fracción de las crecientes bajas –Naciones Unidas calcula el número en más de diez mil, pero puede haber un millar más, dependiendo de quién haga la cuenta.

Ha pasado un mes desde la llegada a Siria de unos doscientos setenta observadores de la ONU, resultado de un acuerdo parcial entre el presidente Assad y (el enviado de la ONU) Kofi Annan. Los observadores no han detenido la matanza ni la han reducido, a pesar de algunas ilusorias afirmaciones en contrario (¿dónde han detenido algo, jamás, los observadores o pacificadores de la ONU?). La matanza de Hula tuvo lugar a apenas quince millas de los observadores apostados en Homs. A diferencia de los viejos westerns, la caballería nunca llegó: en este truculento reality show en el que habitamos, los hombres de la ONU llegaron tarde, pero a tiempo para filmar los cuerpos dejados por los asesinos, con el mérito de al menos haber confirmado que una atrocidad efectivamente había ocurrido. En Hula, los videos muestran que algunas de las víctimas civiles –con pedazos perdidos de sus cuerpos—eran, probablemente, de ningún grupo en particular, con lo que quiero decir que, como en todas las guerras, fueron muertos simplemente porque estaban en el sitio equivocado en el momento equivocado, y que los hombres que apretaron los botones de “fuego” en su pieza de artillería o en los tanques que lanzaron la munición que los despedazó no pretendían dañarlos per se, como individuos.

Otros, sin embargo, parecen mostrar las trazas de asesinatos a quemarropa –resultado de armas que se apoyaron sobre las cabezas e hicieron fuego, y de cuchillos hundidos profundamente en las gargantas. Estas últimas, que incluían a algunos de los niños, son las muertes más perturbadoras de las que están ocurriendo hoy en Siria. Plantean la pregunta de si hay algún tipo de plan de paz, en este punto, que sea viable, al menos en las mentes de los actores del conflicto. Es por eso que Hula es tan crucial (y es por eso que el régimen proclama que se trata de un montaje para desprestigiarlo).

En este tipo de guerra que involucra a una comunidad –la minoría alawita, que gobierna el país y teme su extinción a manos de la mucho mayor comunidad sunita (que incluye a los habitantes de Hula)–, los asesinos siguen haciendo su trabajo sin importar lo que digan los políticos.

Ban Ki-moon ha dicho que no hay un “Plan B” de la ONU para Siria. Resumido groseramente, el Plan A se basa en la buena voluntad y en un cambio de intenciones del régimen de Assad y de los rebeldes que lo combaten. La cosa es: ¿qué hace uno cuando los hombres se vuelven capaces de cortar la garganta de un niño?

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