domingo, 20 de novembro de 2016

Trump, crisis neoliberal y el fantasma de la derecha extrema

Ricardo Forster
Página 12

El mismo martes de las elecciones en Estados Unidos, cuando todavía no se sabía del triunfo de Donald Trump, me compré, en una librería cordobesa, un libro que me llamó la atención por su título: Edad oscura americana, la fase final del imperio, escrito por un profesor retirado de la enseñanza universitaria llamado Morris Berman. Algo en él, tal vez su título con resabios apocalípticos, me atrajo y, no más comenzar su lectura, me encontré con un notable análisis de la sociedad estadounidense y lo que para el autor representaba la travesía de esa nación hacia su decadencia. Había sido escrito en los años posteriores al 11/9 y en pleno segundo gobierno de George Bush, su potencia anticipatoria no dejó de inquietarme. Al caer el día de ese martes 8 se esparció globalmente la noticia, sorprendente para la inmensa mayoría, del triunfo del magnate de la torre neoyorquina y de la retórica cloacal de la misoginia, el nacionalismo anacrónico del sueño imperial, el racismo y la xenofobia centrada en los latinos y los musulmanes pero que irradia sobre todo tipo de minorías raciales, sexuales, nacionales y religiosas que conforman el complejo mosaico de Estados Unidos.

Estupor, incredulidad, preocupación, rechazo fueron algunas de las manifestaciones sobre todo de los grandes medios de comunicación globales y del establishment financiero internacional que habían apostado decididamente por Hillary Clinton, la candidata del proyecto de expansión neoliberal. Un outsider de la política, un personaje que parece salido de una caricatura de baja calidad, un fanfarrón que heredó los millones de su padre y que está seguro, como una inmensa mayoría de los estadounidenses, que América es el centro del universo y la nación especialmente elegida por Dios para gobernar el planeta (siempre recuerdo una encuesta hecha por Gallup hace unos años en la que el 97 por ciento de los habitantes del imperio no sólo se declaraban creyentes sino que además estaban convencidos de que Dios los había elegido a cada uno en particular). Pero dejemos estos notables rasgos de la cultura del país de Lincoln, rasgos que se asocian al otro apabullante culto del alma estadounidense: la fetichización del dinero y del triunfo personal que sólo alcanza su concreción a través del éxito económico.

Trump supo leer el resentimiento que recorre el núcleo profundo de la clase media baja blanca, los ex trabajadores industriales que se quedaron sin industrias cuando éstas, siguiendo las necesidades del capital de buscar países y geografías de bajos salarios, inexistentes leyes laborales y segura rentabilidad, abandonaron las ciudades estadounidenses dejando un tendal de desocupados y generalizando la baja de los salarios que, desde la época de Reagan –el comienzo del giro neoliberal y del fin del Estado de Bienestar–, vienen profundizando su caída libre. Los antiguos trabajadores blancos ya no sólo de las regiones sureñas y de los estados agrícolas del centro del país sino también de la región de las grandes industrias y de las grandes siderurgias y minas (pensemos en Pensilvania, Michigan, Ohio, Tennessee, Indiana, Iowa, Virginia occidental, entre otros estados) hace mucho tiempo que mastican su resentimiento, su oscuro malestar al saberse olvidados después de ser proclamados la base de la nación. Trump les habló a ellos, lo hizo en su lenguaje y agregándole una retórica de reality show, apeló a sus instintos y a sus afectos, se detuvo en sus prejuicios más acendrados, les recordó que ellos, “los hacedores de América”, eran desplazados por los nuevos inmigrantes que venían a amenazar su estilo de vida. Les recordó el destino de grandeza de un país elegido por Dios. Les permitió, por un instante, sentirse parte de una esperanza convertida en mito fundacional.

Trump, su triunfo inesperado, también viene a expresar el declive de la hegemonía del proyecto neoliberal. El punto de inflexión que quizás anuncia la crisis, bajo la impronta de un candidato de una derecha oscura que movilizó los peores instintos discriminatorios de la masa de sus votantes, de una reorganización económica planetaria que impactó no sólo sobre las naciones periféricas ampliando la miseria, la exclusión y la concentración de la riqueza, sino que también, como ya lo señalé, erosionó la vida de un amplio sector de estadounidenses, blancos sobre todo, que fueron cayendo en una espiral de degradación y desesperanza. El triunfo de Trump debe ser leído como un golpe durísimo, por ahora en un plano imaginario, contra la financiarización del capital, contra los tratados de libre comercio, contra el despojamiento de los trabajadores manuales en nombre de la globalización y las nuevas tecnologías y como el predominio de una plutocracia que se convirtió, en las últimas tres décadas, en la acaparadora monstruosa de la mayor parte de la riqueza producida por el conjunto de la humanidad.

Esto no significa, dejémoslo en claro, que Trump sea el nuevo heraldo de una lucha contra las injusticias y la desigualdad, nada de eso. El, en todo caso, supo tocar la fibra de un electorado olvidado y desangrado, supo apelar, como también lo está haciendo la extrema derecha en Europa, a valores y prácticas que les hacen creer a esas masas despojadas que ellos reconstruirán el Estado de Bienestar y recuperarán los viejos modos y valores de su nación antes de caer en la “podredumbre de inmigraciones tercermundistas”. Trump, como los franceses del Frente Nacional o los actuales conservadores ingleses liderados por Theresa May que parece, por sus promesas bienestaristas, una laborista de los míticos “treinta gloriosos años” que se convirtieron en nostalgia con la llegada de Margaret Thatcher, recogen a los millones de trabajadores abandonados y traicionados por los demócratas en Estados Unidos y por la socialdemocracia en Europa que, desde la década del ochenta, se dejaron conducir por el proyecto neoliberal. A eso hay que agregarle la profunda crisis iniciada en el 2008 y que sigue expandiéndose por el mundo. Por ahora, y para desgracia de la humanidad, las alternativas al modelo especulativo financiero vienen de la mano de retóricas de derechas nacionalistas y racistas que no presagian otra cosa que expansión de la crisis y violencia discriminatoria. Trump no tardará en mostrar ese rostro perverso de los neopopulismos reaccionarios, lejanos herederos del viejo fascismo. Así está el mundo.

Pero también, y esto no hay que dejar de señalarlo, el triunfo del Trump constituye un extraño giro en el sistema de la economía-mundo y en el núcleo del poder político neoliberal. El velo que las retóricas políticamente correctas echaban sobre una realidad malsana, la lógica del ocultamiento disfrazada de esplendor consumista y la invención de una realidad guionada por Hollywood acabaron por desgarrarse no sólo a partir del resultado electoral sino, fundamentalmente, por el contenido brutal, directo, inmisericorde de la campaña de Trump que, si utilizamos un giro lacaniano, puso en evidencia “lo real” de la sociedad contemporánea y arrojó al tacho de los desperdicios toda la impostura de lo políticamente correcto. Crisis de representación, caída en abismo de las certezas que articulaban el orden forjado, en las últimas décadas, por una ideología capaz de expandir indefinidamente su imaginario socio-cultural. Algo está crujiendo en ese orden que, paradójicamente y mientras muestra su crisis en los países centrales, reingresó en la vida de los argentinos de la mano de Mauricio Macri y sus gerentes.

Trump es una nueva oscuridad (nunca una alternativa emancipatoria puede forjarse apropiándose, bajo la supuesta lógica de la “astucia de la razón”, del giro hacia la derecha nacionalista y xenófoba de la sociedad), pero es también un síntoma de un sistema impiadoso e impúdico que no hace otra cosa que lanzar al planeta hacia la barbarie y la destrucción. “Algo huele a podrido en Dinamarca”, mientras la restauración conservadora mezclada con demagogias de antiguas estirpes fascistoides parece haberle tomado el pulso a una época dominada por la expansión de la alquimia de individualismo, sociedad del espectáculo, fragmentación, malestar, resentimiento y utopía regresiva. Las derechas reaccionarias europeas se preparan para dar su propio salto hacia el poder aprovechando el impulso que ha generado la derrota del establishment financiero-político de Washington que apostó fuertemente a la continuidad representada por Hillary Clinton y que dejó al descubierto la degradación que invade a la casta política formateada desde las usinas del neoliberalismo. En todo caso, Trump puso de manifiesto el hartazgo de amplios estratos populares y de clase media ante un sistema que promete la bonanza infinita mientras acelera el derrumbe de las expectativas de esos mismos sectores. Pero también abrió las compuertas para que avance la antipolítica junto con la expansión de sentimientos forjados en los talleres del prejuicio, la discriminación, el resentimiento y la ignorancia, materias primas de los lenguajes audiovisuales que tan ingeniosamente supo utilizar y aprovechar el propio Donald Trump en sus incursiones televisivas.

Nunca tan acertada la antigua maldición china: “ojalá que vivas tiempos interesantes”. Esa es la promesa que nos ofrece la nueva realidad estadounidense: el abandono de la impostura democrática liberal entramada con la crueldad de la economía global, el descrédito de las retóricas multiculturalistas, el “retorno de los dioses dormidos” asociados a los nacionalismos de extrema derecha, la ficción de la recuperación de las utopías comunitaristas en medio de la proliferación de un capitalismo desenfrenado y la transformación del lenguaje político en una jerga vulgar y arrasadora de cualquier atisbo de acción crítica y reflexiva. Y, sin embargo, como decía el poeta, “allí donde crece el peligro también crece lo que salva”. Lo cierto es que una extraña e inesperada fisura se ha abierto en el muro del sistema. El peligro es que nos lleve hacia la oscuridad. La oportunidad es que abra otras compuertas como las que supimos abrir a medias en Sudamérica durante 15 años de desafíos a un orden global atravesado por la injusticia, la violencia y la desigualdad. Las máscaras han caído, es responsabilidad de las tradiciones emancipatorias, populares y democráticas impedir que otras, todavía más perversas, las reemplacen.

terça-feira, 15 de novembro de 2016

El abrazo de los demócratas al neoliberalismo fue lo que sentenció el futuro de EEUU

Naomi Klein
The Guardian

Probablemente culparán a James Comey y al FBI. Culparán al registro de voto y al racismo. Culparán a Bernie y a la misoginia. Culparán a los terceros partidos y a los candidatos independientes. Culparán a los medios masivos por darle una plataforma, a las redes sociales por ser un megáfono y a Wikileaks por airear los trapos sucios.

Pero todo esto olvida al mayor responsable de la pesadilla en la que ahora nos encontramos: el neoliberalismo. Esta visión del mundo –completamente encarnada por Hillary Clinton y su maquinaria– no es rival para el extremista estilo Trump. La decisión de competir el uno contra el otro es lo que selló nuestro destino. Aunque no aprendamos nada más, ¿podemos por favor aprender algo de este error?

Aquí está lo que necesitamos entender: hay un infierno lleno de gente que está sufriendo. Bajo las políticas neoliberales de desregularización, privatización, austeridad y acuerdos corporativos, su nivel de vida ha caído en picada. Han perdido sus trabajos. Han perdido sus pensiones. Han perdido gran parte de la red de protección que solían utilizar para hacer que esas pérdidas fueran menos aterradoras. Ven un futuro para sus hijos incluso peor que su precario presente.

Al mismo tiempo, han presenciando el ascenso de la clase de Davos, una red hiperconectada de millonarios procedentes del sector bancario y tecnológico, líderes electos que están terriblemente cómodos con esos intereses y estrellas de Hollywood que hacen que todo parezca insufriblemente glamuroso. Los que sufren no están invitados a formar parte del éxito, y saben de corazón que este aumento de riqueza y de poder está, de alguna manera, directamente conectado con el crecimiento de su deuda y de su indefensión.

Para la gente que veía la seguridad y el estatus como un derecho de nacimiento –esto significa para la mayoría de hombres blancos– esta pérdida es inaguantable. Donald Trump apela a vuestro dolor. Donald Trump se dirige directamente a este dolor. La campaña del Brexit habló directamente sobre este dolor. Lo mismo ocurre con el ascenso de los partidos de extrema derecha en Europa. Responden con nacionalismo nostálgico y enfado a alejadas burocracias económicas –ya sea Washington, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, la Organización Mundial del Comercio o la Unión Europea. Y, por supuesto, responden atacando a los inmigrantes y a las personas negras, vilipendiando a los musulmanes y degradando a las mujeres. La élite neoliberal no tiene nada que ofrecer ante este dolor porque el neoliberalismo fue el creador de la clase de Davos. Gente como Hillary y Bill Clinton son el brindis de la fiesta de Davos. En realidad, ellos organizaban la fiesta.

El mensaje de Trump fue: “Todo es un infierno”. Y la respuesta de Clinton fue: “Todo está bien”. Pero no está bien, nada más lejos de la realidad. Las respuestas neofascistas a la rampante inseguridad y desigualdad no van a desaparecer. Pero lo que sabemos de los años 30 es que lo que hace falta para combatir contra el fascismo en una verdadera izquierda. Se podría arrancar una buena parte del apoyo a Trump si hubiera un auténtico programa de redistribución sobre la mesa. Una agenda para enfrentarse a la clase multimillonaria con algo más que retórica. Un plan para usar el dinero hacia un nuevo acuerdo ecológico.

Un plan como este podría crear una ola de puestos de trabajo bien remunerados, aportando los recursos tan necesarios y las oportunidades para las comunidades negras. También haría hincapié en que los contaminadores deben pagar por la formación de sus trabajadores e incluirlos en el futuro. Se podrían modelar políticas que luchen contra el fascismo institucionalizado, la desigualdad económica y el cambio climático al mismo tiempo. Se podrían combatir los malos acuerdos comerciales y la violencia policial, y honrar a los indígenas reconociéndolos como los protectores originales de la tierra, el agua y el aire.

La gente tiene derecho a estar enfadada, y una agenda de izquierda, poderosa e interseccional, puede dirigir este malestar adonde corresponde mientras se lucha por soluciones globales que harán que una sociedad deshilachada se una. Una coalición como esta es posible. En Canadá hemos empezado a improvisarla bajo la bandera de una agenda popular llamada The Leap Manifiesto, apoyada por más de 220 organizaciones desde Greenpeace Canadá hasta el movimiento Black Lives Matter Toronto, y algunos de los sindicatos más importantes.

La increíble campaña de Bernie Sanders fue un largo camino hacia la construcción de este tipo de coalición y demostró que el apetito por un socialismo democrático sigue ahí. Pero hubo un error en la campaña a la hora de conectar con los votantes negros y latinos más mayores, que componen el sector demográfico más maltratado por nuestro actual modelo económico. Este fracaso hizo imposible que la campaña alcanzase su máximo potencial. Estos errores pueden ser corregidos y una valiente y transformadora coalición está ahí para llevarlo a cabo.

Esta es la tarea pendiente. El Partido Demócrata necesita ser definitivamente desvinculado de los neoliberales favorables a las corporaciones o merece ser abandonado. Desde Elizabeth Warren hasta Nina Turner, pasando por los antiguos alumnos de Ocupa Wall Street que tomaron las riendas de la campaña de Bernie –una auténtica supernova–, en mi vida había visto un terreno más sembrado de líderes progresistas inspiradores de una coalición. Todos somos líderes, como dicen muchos en el movimiento Black Lives Matter.

Así que dejemos a un lado esta sacudida lo más rápido que podamos y construyamos el tipo de movimiento radical que tenga una auténtica respuesta al odio y al miedo representado por los Trumps de este mundo. Dejemos a un lado todo lo que nos separa y empecemos ahora mismo.