domingo, 30 de abril de 2017

El Gramsci de todos

Ramón Vargas-Machuca
El País

El intelectual marxista es un clásico porque sus aportaciones fueron cruciales para el progreso del conocimiento, pero los intentos de apropiarse de sus ideas y de extraer de su obra lo que en ella no hay han contaminado su dimensión real

El 27 de abril de 1937 moría Antonio Gramsci. Las privaciones sufridas durante los 10 años de cárcel acabaron con la frágil salud del preso político más temido por Mussolini. Se convirtió en el símbolo de la lucha antifascista en Italia. Era “el Gramsci de todos”. El Partido Comunista Italiano se consideraba el depositario principal del legado de uno de sus fundadores. Otras izquierdas evocaban al Gramsci impulsor del movimiento de los “consejos de fábrica” con la intención de resaltar su flanco más radical o bien el más democrático. Liberales italianos de la talla de Piero Gobetti consideraban a Gramsci un renovador progresista de la tradición inaugurada en el Risorgimento. Este gran intelectual admiraba en aquel joven periodista “el fervor moral, escepticismo e insaciable necesidad de ser sincero”. Y Benedetto Croce comentaba tras la muerte de aquel: “Como hombre de pensamiento era uno de los nuestros, de aquellos que en los primeros decenios del siglo en Italia se esforzaron en formarse una mente filosófica e histórica adecuada a los problemas del presente”.

¿Por qué Gramsci llegó a convertirse en el intelectual y político marxista más admirado de la segunda mitad del siglo XX? El interés lo despierta, en primer lugar, su personalidad, su carácter y las circunstancias que lo modelan; también, su sensibilidad e inteligencia; la enorme fortaleza mostrada desde pequeño ante su imperfección física (“ese sardo jorobado”, como lo llamaba Mussolini,) y ante la adversidad en general; en resumen, su humanidad. Todo ello se transparenta en su escritura y estilo intelectual. Buena parte de los escritos anteriores a la prisión son artículos en prensa; los Cuadernos de la cárcel son borradores con la intención de volver una y otra vez sobre los grandes asuntos. En las Cartas se sigue el rastro de sus avatares: aislamiento en la prisión, desafecto de los compañeros más próximos de partido, agravamiento de la enfermedad y la crisis emocional que le produce la relación con las personas más queridas.

La trayectoria intelectual y política de Gramsci refleja aquel momento de entreguerras: el auge de los extremismos; una mayor fusión entre las masas y la política, intelectuales y vida pública. En este marco acomete un análisis propio, agudo, de la sociedad y el Estado en Occidente. Ha comprendido como pocos el calado del fascismo y la derrota de la revolución en Europa. En los últimos años da muestras de una conciencia escindida y un fundado temor por el futuro del proyecto político al que se mantuvo fiel hasta el final. Su reflexión se desarrolla en condiciones muy precarias. No solo avanza su enfermedad; también, su escepticismo y pesimismo. En el pensamiento de Gramsci asoman de manera intermitente tensiones entre libertarismo y estrategia leninista, aprecio a sus maestros liberales y lealtad al socialismo marxista; entre inspiración originaria de la Ilustración y el sesgo autoritario del movimiento comunista internacional. Su obra representa el último intento de recomposición del marxismo como pensamiento práctico; un intento original, penetrante, ambiguo y, a la postre, no consumado.

Tras su muerte se multiplica el conocimiento de su honestidad intelectual, lucidez e integridad moral. Sin embargo, tanta admiración iba a convertirse en un obstáculo para descubrir al “Gramsci de Gramsci”. Lamentablemente, este ha sido más interpretado que leído con respeto. Y entre tantas lecturas, su dimensión real queda contaminada: ha primado el intento de explotar la autoridad moral de su vida, apropiarse de sus ideas y extraer de su obra lo que en ella no hay. No pocas veces se retuerce el sentido de sus afirmaciones; o se instrumentan categorías centrales del código gramsciano. El desafío es cómo rescatar a Gramsci de hagiógrafos y comentaristas dispuestos a utilizar su figura para un roto o un descosido.

Gramsci ha vuelto a la actualidad política española. Más pretextos que buenas razones explican ese retorno. A mitad de los años ochenta del siglo pasado, el filósofo argentino Ernesto Laclau, junto a la politóloga Chantal Mouffe, compusieron una versión “posmoderna” de las categorías de Gramsci. Les sirvió más tarde para remozar el populismo peronista y dar una apariencia teórica al tosco “socialismo bolivariano”. Esa versión la importó Podemos de la mano de Íñigo Errejón, quien no solo consiguió hacer inteligible esa chocante versión, sino convertirla en soporte doctrinal de su formación política y uno de sus recursos de seducción. Una vez más la ingente personalidad de Gramsci estimula una enésima resurrección del interés por el político italiano al precio de hacer decir a Gramsci lo que no dice y aparecer como lo que no es.

Se trata de una operación interpretativa tan alambicada como carente de anclaje historiográfico y que he analizado detenidamente en Revista de libros (diciembre de 2016). Este sofisticado ejercicio discursivo sobre los conceptos de Gramsci tiene tales efectos polisémicos que termina “deconstruyendo” la figura histórica de aquel. Resuelve de modo extemporáneo y ajeno a su forma de pensar dilemas tan dramáticamente experimentados por él como los siguientes: entre autonomía moral de las personas y autogobierno colectivo, hegemonía y democracia, teoría y praxis, razones y emociones. Interpretar a Gramsci desde un prejuicio posmoderno, posfactual y con intención populista supone desconsiderar los supuestos ilustrados de la propuesta gramsciana de aggiornamento del marxismo y distorsiona el alcance de sus categorías provocando un maltrato de sus ideas hasta hacerlas irreconocibles. Al proceder al vaciado del Gramsci histórico se obvia cualquier constricción proveniente de sus escritos, intención y contexto. Según el universo conceptual de estos intérpretes, Gramsci opera como uno de sus múltiples “significantes”, lo que permite instrumentalizarlo discursiva, emocional y simbólicamente. Se pierde el sentido genuino de su figura y obra, se diluye el valor y el alcance de sus propias contradicciones; también, su autenticidad.

Tomarse a Gramsci en serio es no obviar su condición radical de “pasado ausente”. Respetando su historicidad podremos rastrear con cierta corrección epistémica e integridad intelectual al Gramsci real. De esta manera, se desvanece también la ingenua pretensión de hallar en él un menú de recetas para tratar un presente cuyos rasgos básicos se obvian. A los textos de Gramsci podría aplicarse aquello de que “con fecha se entienden todos; sin fecha, ninguno”. En fin, tratemos a Gramsci como un clásico. Lo es no porque aborde los asuntos de siempre, sino por la forma en que lo hace; no porque consideremos perennes sus aportaciones sino porque fueron cruciales para el progreso del conocimiento. Un clásico es aquel cuyo proyecto ya no cabe aplicar pero de cuyo bagaje no podemos prescindir.

terça-feira, 18 de abril de 2017

La relevancia del Censo para elaborar una política territorial

Fernando de la Cuadra
El Desconcierto

El próximo miércoles 19 de abril se llevará a cabo un nuevo censo nacional, que en esta oportunidad tendrá el carácter de abreviado. Este proceso de empadronamiento de la población de Chile se realizaba todas las décadas en años terminados en el dígito 2. Como es ampliamente conocido, el último censo de 2012 fue marcado por el fracaso, a pesar de que fue anunciado como una medición que marcaría historia en los anales de la estadística nacional. Como el censo en cuestión no tuvo los resultados esperados, ello terminó inutilizando prácticamente la totalidad de la información recabada. En concreto, hasta ahora no se puede disponer de una información confiable para elaborar diagnósticos y proyecciones necesarias y las diversas entidades públicas y centros de investigación deben trabajar con los datos recogidos en el censo de 2002.

Por lo mismo, reviste especial importancia que la ciudadanía participe en este proceso, pues de ello dependen no solo la información estadística de la población existente en Chile en un momento determinado, sino que también las tendencias de la dinámica poblacional del país. Esta caracterización implica conocer una serie de indicadores como sexo, edad, escolaridad, religión, grupo étnico, composición del núcleo familiar, tipo de actividad, situación habitacional y de movilidad de la población, entre otros. El censo es una herramienta esencial para la gestión del gobierno central, regional y municipal, pues permite recoger los datos necesarios, por ejemplo, para diseñar programas de vacunación, subsidios y subvenciones, definición de espacios rurales o urbanos, clasificación socio-económica, etc.

El énfasis en los procesos de descentralización y las transformaciones ocurridas en la composición demográfica de ciudades, pueblos y aldeas en los últimos 15 años requieren de datos fidedignos que permitan realizar los análisis prospectivos y elaborar las políticas públicas en los diversos territorios. Implica por lo mismo, contar con una información primordial para elaborar las políticas, programas y acciones a la luz de los datos actualizados y de las proyecciones de población en todas las localidades y rincones del país. Además, el acelerado ritmo que han tenido los procesos migratorios en los últimos años están reconfigurando el país de norte a sur, colocando nuevos desafíos para el gobierno y para el conjunto de la nación.

En ese marco, el censo representa una oportunidad especial para fortalecer la política territorial, pues como nunca antes existen los mecanismos y la voluntad para realizar una política que aborde las especificidades de cada localidad en función de su historia, su tendencia demográfica, su nicho agroecológico, su vocación productiva, su identidad y su cultura. Sin desconocer la dimensión política y las relaciones de poder que cruzan la acción territorial, el censo puede transformarse en un importante subsidio para la planificación en diversos ámbitos geográficos y sectoriales, velando para que los variados espacios y confines del país puedan aspirar a una política que estimule y preserve la igualdad de oportunidades entre todas las regiones.

Un problema en permanente discusión es la definición de aquello que se delimita un área rural a diferencia de una zona urbana. Difícilmente el censo resolverá esta cuestión en términos estadísticos, pero aun así va a permitir tener una radiografía más detallada de las tendencias demográficas existentes en el país, a gran y pequeña escala. De esta manera, el censo debe mejorar la provisión de servicios en el ámbito de la salud, educación, vivienda, saneamiento básico, sistemas previsionales, etc. En resumen, la información recogida por el censo no resolverá automáticamente los obstáculos y dificultades que enfrenta el país, pero ciertamente permitirá contar con mejores insumos para conocer la situación de cada territorio y planificar los programas y acciones en función de dicha información.

domingo, 9 de abril de 2017

Contra el populismo, inclusión social

Jürgen Habermas
Revista Ñ

Jürgen Habermas diagnostica un nuevo desorden mundial y la impotencia de EE.UU. y Europa frente al terrorismo.

Después de que –a partir de 1989– se hablara de un “fin de la historia” en la democracia y en la economía de mercado, hoy vemos un fenómeno nuevo: el surgimiento –desde Putin y Erdogan hasta Donald Trump– de formas de liderazgo populistas y autoritarias. Ahora es evidente que una nueva “internacional autoritaria” logra determinar cada vez más el discurso público.

¿Tenía razón entonces su coetáneo Ralf Dahrendorf cuando preveía un siglo XXI bajo el signo del autoritarismo? ¿Se puede o se debe hablar ya de un giro de los tiempos?

Después del giro que se produjo hacia el 89-90, Fukuyama retomó el eslogan de la “post-historia” –que originalmente estaba ligado a un conservadorismo feroz. Esta interpretación suya del concepto daba expresión al triunfalismo miope de las élites occidentales que se basaban en la fe liberal en la armonía preestablecida entre democracia y economía de mercado. Estos dos elementos plasman la dinámica de la modernización social, pero están conectados con imperativos funcionales que continuamente tienden a entrar en conflicto. Sólo gracias a un Estado democrático digno de este nombre ha sido posible conseguir un equilibrio entre crecimiento capitalista y participación de la población en el crecimiento medio de economías muy productivas; participación esta que era aceptada, aunque solo en parte, en cuanto fuese socialmente equitativa. Históricamente, sin embargo, esta ecuanimidad, que sólo puede merecer el nombre de “democracia capitalista”, ha sido más la excepción que la regla. Ya por esto solo se entiende que la idea de que el “sueño americano” pudiera consolidarse a escala global no es más que una ilusión. Hoy son motivo de preocupación el nuevo desorden mundial y la impotencia de EE.UU. y Europa frente a los conflictos internacionales, y nos destrozan los nervios la catástrofe humanitaria en Siria o en Sudán del Sur y los actos terroristas de matriz islamista. Pero en cualquier caso, no alcanzo a distinguir una única tendencia directa hacia un nuevo autoritarismo: solo diversas causas estructurales y muchas casualidades. El elemento unificador es el nacionalismo, que entre tanto también tenemos en casa. Tampoco antes de Putin y Erdogan, Rusia y Turquía eran ciertamente “democracias impecables”. Con una política occidental solo un poco más astuta quizá hubiésemos podido establecer relaciones diferentes con estos países: quizá hubiéramos logrado también reforzar las fuerzas liberales presentes en la población de esos países.

¿No se sobrevaloran así retrospectivamente las posibilidades que había en manos de Occidente?

Claramente, para Occidente –solo a causa de sus intereses divergentes– no era fácil confrontar, de un modo racional y en el momento oportuno, con las pretensiones geopolíticas de la degradada superpotencia rusa o con las expectativas de política europea del irascible gobierno turco. Muy distinta es en cambio la situación en lo que se refiere al ególatra de Trump, un caso significativo para Occidente íntegro. Con su siniestra campaña electoral Trump llevó a consecuencias extremas una polarización que los republicanos, por abandono y de manera cada vez más descarada, han alimentado desde los 90; pero lo hizo de forma tal de que parezca como que este mismo movimiento finalmente se le escapaba de las manos al Grand Old Party, que no obstante sigue siendo siempre el partido conservador de Abraham Lincoln. Esta movilización del resentimiento también expresó las tensiones sociales que atraviesan a una superpotencia política y económicamente en declive. Lo que encuentro inquietante, entonces, no es tanto el nuevo modelo de una internacional autoritaria, a la que se aludía en la pregunta, como la desestabilización política en todos nuestros países occidentales. Al evaluar el paso atrás de Estados Unidos en el rol de gendarme global siempre dispuesto a intervenir no debemos perder de vista cuál es el contexto estructural en el cual eso se produce, contexto que comprende también a Europa. La globalización económica, puesta en marcha en los 70 por Washington con su agenda política neoliberal, arrojó como consecuencia un declive relativo de Occidente a escala global respecto de China y otros países Bric en ascenso. Nuestras sociedades deben desarrollar la percepción de este declive global y junto con eso la complejidad cada vez más explosiva de nuestra vida cotidiana, conectada con el desarrollo tecnológico. Las reacciones nacionalistas se fortalecen en los estratos sociales que no obtienen ningún beneficio –o que no los obtienen suficientemente– del aumento del bienestar medio de nuestras economías.

¿Estamos presenciando una especie de irracionalización política de Occidente? Hay una parte de la izquierda ahora que se pronuncia a favor de un populismo de izquierda como reacción al populismo de derecha.

Antes de actuar de manera puramente táctica hay que resolver un enigma: ¿cómo ha sido posible llegar a una situación en la cual el populismo de derecha priva a la izquierda de sus temas propios?

¿Cuál debería ser la respuesta de la izquierda al desafío de la derecha?

Hay que preguntarse por qué los partidos de izquierda no quieren asumir la dirección de una lucha decidida contra la desigualdad, que impulse formas de coordinación internacional capaces de domar los mercados no regulados. En mi opinión, ciertamente, la única alternativa razonable tanto al status quo del capitalismo financiero salvaje como al programa de recuperación de una presunta soberanía del estado nacional, que en realidad está desgastada ya de hace rato, es una cooperación supranacional capaz de dar una forma socialmente aceptable a la globalización económica. En una época la Unión Europea intentaba eso; la unión política europea podría entonces hacerlo.

Hoy, sin embargo, parece peor incluso que el populismo de derecha en sí ser el “peligro de contagio” del populismo dentro del sistema de los partidos tradicionales, en toda Europa.

El error de los viejos partidos consiste en admitir el frente que define el populismo de derecha: o sea “Nosotros” contra el sistema. Solo una marginalización temática podría desviar el agua al molino del populismo de derecha. Por lo tanto, se debería hacer reconocibles las oposiciones políticas, además de la contraposición entre el cosmopolitismo de izquierda –“liberal” en sentido cultural y político– y la peste etnonacionalista de la crítica de derecha a la globalización. La polarización política debería cristalizarse de nuevo entre los viejos partidos en torno a oposiciones reales. ¿Los partidos que le prestan atención al populismo de derecha, en lugar de despreciarlo, no pueden esperar que la sociedad civil sea quien prohíba los eslóganes y la violencia de la derecha?